Beatriz Peña Acuña
Desde siempre se ha considerado al periodista como el representante genuino del cuarto poder, muchas veces enfrentado y afrentado por los otros tres, sobre cuya naturaleza aún hoy se debate; para unos, los clásicos, el poder legislativo, judicial y ejecutivo (siguiendo la clásica trias politica latina, actualizada por Rousseau y Montesquieu principalmente); para otros el poder económico, político y militar, que a tan buen juego se han prestado para mayor gloria de los guionistas de ficción y, quizás, no de tanta; e incluso ha habido quien ha desmitificado el poder de éstos considerándolos tigres de papel: Mao Tse-Tung dixit.Esta función reguladora, vigilante de los otros tres que rigen nuestras vidas cotidiana y sutilmente, se ha visto reflejada en el cine las más de las veces desprotegida de ese halo de sacrosanta misión terrena, como si el periodista fuera el único vicario (laico) de la Verdad, para ofrecernos personajes cinematográficos muy humanos, a veces rozando los límites que separan el bien y el mal en una escala de grises muy difusa.Así, el periodista travestido como vexillum de nuestras defensas ante la agresión del poderoso, pues la suya se trata de una profesión fundamental para el ejercicio de la democracia y que responde a los derechos (constitucionales) del ciudadano a estar informado de la realidad que lo circunda, se ha encarnado, en muchas de las películas señeras dentro de este indiscutible género, en reportero que no superaría una analítica, mínima en nivel de exigencia moral, sobre su comportamiento personal, pero sí en perfecto fiel de la ciega balanza de la justicia.Cuando la cámara gira 180 grados, en un metafórico homenaje a El regador regado (Hermanos Lumière, 1895), con el que el cine aprendía a narrar, el gran angular nos muestra unos paisajes físicos y humanos que nos sorprenden por lo que de rompe-mitos contienen, eso sí, a cambio de mostrarnos una carne tan real como la del propio espectador. 10